La actual situación política en España presenta unos elementos hasta ahora no vividos en nuestro sistema. Como es sabido, las elecciones del 20 de diciembre de 2015 tuvieron unos resultados en el Congreso que, tras el fracaso de las negociaciones entre partidos y los diversos intentos de investidura, llevaron a agotar sin resultado el plazo máximo para poder investir presidente (dos meses desde la celebración de la primera votación de investidura) lo que provocó, tal como está previsto en la Constitución, la disolución de las Cortes y la convocatoria de nuevas elecciones.
Los resultados de las elecciones del 26 de junio fueron ligeramente diferentes respecto de los de diciembre, pero no lo bastante, por lo que se está viendo, para posibilitar la investidura de un candidato, lo que nos sitúa ante la insólita perspectiva (al menos en España) de unas terceras elecciones que se llevarían a cabo en diciembre, incluyendo posiblemente una previa reforma de la LOREG para acortar los plazos y evitar que las elecciones tuvieran que celebrarse el 25 de diciembre, haciendo que se pudieran realizar en cambio una semana antes.
Sea como fuere, esta situación nos permite reflexionar en torno a una serie de elementos. El primero de ellos es, en clave política, el relativo a la dificultad de formar pactos de gobierno a nivel estatal. En Alemania se han formado en varias ocasiones (como en la actualidad) gobiernos de coalición en el plano federal entre los dos grandes partidos, socialdemócrata y conservador. Esto ha permitido, también, llevar a cabo reformas constitucionales de largo alcance, como las reformas del federalismo de 2006 y 2009. No es menos cierto, de todos modos, que aquella coalición también ha causado efectos electoralmente negativos sobre el partido socialdemócrata y, por otro lado, que al final los ciudadanos tampoco saben muy bien qué defiende cada partido.

En España, una «gran coalición» no es políticamente posible y una abstención del PSOE que permitiera la investidura de Rajoy podría resultar contraproducente para los socialistas por el hecho de ir contra una parte relevante de su electorado. Con todo, algún sector del partido parece promoverla como «mal menor», y los acontecimientos dentro del PSOE, en abierta guerra interna desde finales de septiembre, no permiten excluir del todo ninguna hipótesis ni tampoco, por tanto, la de una abstención, que podría ser la vía para evitar unas elecciones en diciembre que podrían ser desastrosas por el PSOE, dada su fractura actual. Finalmente, otras posibles coaliciones entre partidos del mismo (o similar) arco ideológico (PP y Ciudadanos, por un lado, o PSOE y la coalición Podemos-IU, de otra) o no han sumado hasta ahora los escaños necesarios o ni siquiera -en el segundo caso- han cristalizado. Combinaciones diferentes a las anteriores se han demostrado directamente inviables.

Avanzar el futuro inmediato en el momento de escribir estas líneas (finales de septiembre de 2016) no resulta posible, y más teniendo en cuenta las propias dinámicas internas de los partidos (que en el caso del PSOE son muy convulsas y amenazan con una fuerte ruptura interna). Estas dinámicas dificultan poder prever las decisiones que cada uno de ellos tomará en cada momento. Pero, pasando al ámbito jurídico, sí que resulta de interés detenerse brevemente en un par de aspectos que se han puesto de manifiesto a lo largo de estos meses.

El primero de ellos tiene que ver con si la persona que acepta el encargo del rey de presentarse ante el Congreso para pedir ser investido puede, una vez que ha aceptado aquel encargo, renunciar posteriormente. No es que haya sucedido, pero estuvo a punto. A finales de julio, el candidato y presidente en funciones Mariano Rajoy, aceptó dicho encargo pero después dijo que sólo comparecería ante el Congreso si conseguía suficiente apoyo de otras fuerzas. El hecho de que hubiera renunciado al encargo habría provocado una situación imprevista en la Constitución, que es tajante en su artículo 99.2: «El candidato propuesto (…) expondrá ante el Congreso de los Diputados el programa político del Gobierno que pretenda formar y solicitará la confianza de la cámara». Ni se trata de algo que, una vez aceptado, esté previsto que sea de ejercicio meramente voluntario (podrían, en todo caso, valorarse causas de fuerza mayor que sufriera repentinamente el candidato, pero ciertamente no cálculos meramente políticos para renunciar) ni la Constitución prevé nada al respecto, porque el constituyente no imaginó que pudiera pasar, y es taxativo en el texto del artículo: «el candidato (…) expondrá ante el Congreso». Además, la primera votación de investidura marca, como ya hemos dicho antes, el período de dos meses en el que, si no se ha conseguido investir a nadie, se disuelven las Cortes y se convocan nuevas elecciones (art. 99.5 CE) . Si un candidato, que además es presidente del gobierno en funciones, deja pasar las semanas y después renuncia, haciendo volver el proceso a su inicio, impide que comience a contar el plazo y alarga, de manera indebida, su período como presidente en funciones. Sería, en cualquier caso, una muestra de falta de responsabilidad institucional.

Y, en segundo lugar, está el tema de si el Parlamento puede controlar el Gobierno mientras éste está en funciones, es decir, si los parlamentarios pueden o no obligar a los miembros del Gobierno a comparecer ante cualquiera de las cámaras para dar explicaciones. El actual Gobierno en funciones se ha negado repetidamente durante estos meses a que sus miembros atendieran aquellas solicitudes de comparecer, alegando que ya no existe la relación de confianza entre el Parlamento y el Gobierno determinada por la investidura del presidente por parte del Congreso, pues cuando terminó la legislatura finalizó también aquella relación. Pero no es menos cierto que el artículo 26.2 de la Ley del Gobierno dice que «todos los actos y omisiones del Gobierno están sometidos al control político de las Cortes Generales», sin hacer distinciones entre si el Gobierno está en funciones o no. Y, sobre todo, es poco defendible desde el punto de vista democrático que un Parlamento no pueda controlar al Gobierno (esté o no en funciones) durante meses y meses. En el Parlamento están los representantes de los ciudadanos, y éste debería ser el argumento decisivo. En todo caso, la cuestión está actualmente en manos del TC, que deberá elegir una interpretación u otra.

Mientras tanto, la situación de interinidad política continúa, y aún se puede complicar más ante la obligación estatal de ir cumpliendo con las medidas de contención del déficit que impone la Unión Europea. De momento, las autoridades comunitarias han aceptado recibir unos presupuestos prorrogados ante la imposibilidad, si no hay investidura, de que se puedan aprobar unos nuevos presupuestos para 2017. Pero se siguen pidiendo recortes por otras vías, aunque sea a costa de seguir desmantelando el Estado social, y se amenaza con congelar fondos estructurales comunitarios destinados a España si no se cumplen las indicaciones o exigencias comunitarias, en una muestra más de que el concepto de soberanía estatal ya hace mucho tiempo que existe más en los libros de historia que en la realidad.

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Miguel Ángel Cabellos Espiérrez
Profesor Titular de Derecho Constitucional
Universidad de Girona